jueves, 2 de octubre de 2008

El director Lumet me convierte con una película de los años cincuenta, en un observador de una obra de la reflexión del jurado de un juicio en el tribunal de justicia, de personalidades y sensibilidades en busca de unanimidad que condene o libere de culpabilidad y por tanto de una inapelable pena de muerte a un problemático niño de 18 años, huérfano de madre desde la infancia y educado en orfanatos y en los barrios más pobres de la ciudad de Nueva York, acusado de homicidio en primer grado por la muerte de su padre, un falsificador de monedas. Es un intenso drama judicial que muestra la duda razonable que un honesto miembro del jurado se plantea ante la cantidad de pruebas y hechos incriminatorios aportados por el fiscal. Eso de observador es por que con sólo una cámara, una sala y doce hombres con un gran guión, se creó una tensión asfixiante que me consiguió engancharme al sillón durante la hora y media que dura la película. En este enfrentamiento por conseguir un veredicto de unanimidad, en una obra, donde lo que en realidad se juzga es la intolerancia, los prejuicios étnicos, generacionales y los de clase social, la sencillez y majestad de la razón, expresada a través de la serenidad del diálogo y la palabra. En fin, el mensaje es el hecho de plantearse la capacidad que tenemos para ser justos con las decisiones que tomamos respecto a los demás, el verdadero sentido se encuentra en la capacidad del individuo de ser justo o injusto consigo mismo y como lo aprovecha enfrente de la presión de los demás. De veras, les recomiendo que sólo miren y disfruten esta película.

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